sábado, 15 de septiembre de 2012

Leyenda e historia de la Casa de El Títere


El historia de la CASA DEL TÍTERE se pierde en la lejanía de los tiempos.

Los abuelos de los abuelos de hoy, iban por aquellos parajes a poner lazos a los conejos y ballestas a las perdices, mientras buscaban espárragos y collejas… cuando la necesidad y el hambre les obligaba. Era entonces la zona monte cerrado de encinares, donde la caza y la leña eran abundantes.

El origen de la casa parece estar en el siglo XVI o XVII. Por aquel entonces los titiriteros, continuadores de los antiguos juglares, hombres avispados y sagaces, recorrían ventas, acudían a ferias y mercados, y actuaban en las plazas de los pueblos, con historias reales o fantásticas.

Cuando llegaba el invierno, los traslados se dificultaban y los días más cortos les hacían suspender sus actividades. Tenían entonces que buscar refugio en lugares apartados de los pueblos para poder vivir de la caza, y de lo poco que se pudiera recoger en los campos, y recogiendo leña de donde no se echase en falta por sus dueños, para poder mitigar el frío.

Durante este tiempo de soledad y supervivencia, podían además ir reparando sus carros y retablos y montando nuevos, ensayando y organizando a sus anchas las historias y cuentos con los que después, entretendrían y sacarían los maravedíes a las gentes de los pueblos que recorriesen.

Cervantes mismo, en el Capítulo XXV de la Segunda Parte de DON QUIJOTE DE LA MANCHA, nos habla de un famoso titiritero que recorría estas tierras manchegas, llevando consigo un mono adivino y un retablo. “Dos reales lleva por cada pregunta que su mono responde y otros dos cobra por las historias que en su retablo explica”.


Uno de esos titiriteros, quizás un morisco camuflado, de nombre artístico _________ y amigo Gines de Pasamonte, debió ser el que ocupó o edificó por los siglos XVI y XVII la primitiva casa de piedra. Tenía por entonces solo una planta cubierta con palos y cañizos de las alamedas de la Huerta de Los Molina (1), a media legua en el Río Cigüela. Quedaba escondida por el montecillo existente, pero desde ella podían sus ocupantes divisar otras quinterías, e incluso los pueblos más cercanos, pudiendo esconder sus tramoyas de acercarse visitas inoportunas.

Con el paso del tiempo, los lugareños fueron denominando a esa pequeña casa de piedra sobre el montecillo, “Casa del Títere”.

En 1848, mi bisabuelo Don Francisco Perea Salazar, notario de Horcajo de Santiago (Cuenca), a unos veinticinco kilómetros, compra la casa, su finca y los parajes de alrededor. Aún se conservan en los planos catastrales, los apellidos Perea-Fernández, de mi madre (Felisa Pera Madero) y de mi padre (Ismael Rodríguez Fernández).

Por estas fechas, la pequeña casa era usada como refugio por cazadores, y el principal rendimiento de la finca se sacaba de las cortas de leña de encina que se vendía como combustible a la Villa y Corte de Madrid.

Se fue ampliando con las dependencias del patio y los porches, separadas con adobes de barro y cubiertas con teja, hechas a mano y secadas al sol. Daba acomodo la casa a varias familias que atendían las labores de los campos cercanos y que, para abastacerse de agua, excavaron a pico el pozo de 20 metros, y que está al final del paseo de olivos, hoy ya centenarios, que comienza en la esquina de la casa.

Lamentablemente se fue talando el bosque existente, reponiéndose solo con olivos y almendros, labrándose las tierras y apartándose, a mano, las piedras a los lindes. Los agricultores con las yuntas de mulas y los arados romanos, fueron sembrando cereales. No fue hasta los últimos años del siglo XIX, cuando comenzó la plantación de las viñas existentes. Con esta uva, se elaboró vino hasta los años 50 del siglo pasado, en la cercana Bodega llamada “del Abogado”, en referencia a mi tío Constantino Perea, quien lo enviaba, en cabrías tiradas por mulas, a Toledo y Bargas.

En el año 1884 (se cumplían 400 años del nacimiento en Toledo del comunero castellano Padilla) la Casa pasó a mi abuelo Constantino Perea. Éste, tras un incendio provocado por un rayo que quemó la cubierta en 1928, construyó una planta más sobra la vivienda original, pero no ya de piedra sino con tapiales de tierra prensada de 60 centímetros de grosor, rejuntado y protegidos con el yeso que producían en el horno próximo quemando albarizas de los prados del Cigüela.

Al llevar esta planta, mi abuelo quiso recordar a sus cuatro hijas: Felisa (mi madre), Adela, Solita y Ramona, dejando cuatro balcones al SUR, mirando a Villanueva.

En 1940, mi tío Jerónimo Perea, elevó a su vez la planta de la Nave Este, que da a la Sierra de Almenara (en la que se divisa el Castillo y ermita), para utilizarla como granero y cámara donde almacenar la paja que se introducía con horcas cargadoras por la piquera desde la era situada bajo ella.

Heredó la casa y finca su hijo, mi primo Jerónimo Perea, al cual se la adquirí en noviembre de 1982, habiéndole correspondido a mi hijo Ismael Rodríguez de la Torre en el reparto que hice en 2003.

A mis 88 años recuerdo aún a muchas personas y familias que tienen vivencias y anécdotas de la “Casa del Títere” y sus parajes. Todos ellos y sus descendientes tienen un lazo afectivo con la Casa que he pedido a mis hijos y nietos que mantengan y refuercen, pudiendo ser El Títere un lugar de encuentro con Don Quijote, sus personajes, sus sueños y enseñanzas con un aula de la naturaleza para que las futuras generaciones de nuestros paisanos no olvidan sus raíces agrícolas.

Decía Cicerón: “La agricultura es propia del sabio, adecuada al sencillo y la ocupación más digna de todo hombre libre”. Quiera Dios que las explotaciones agrícolas vayan planificándose con un comprometido y racional sentimiento ecologistas de forma que un desarrollo sostenible preserve y mejore nuestros entornos naturales para las generaciones venideras. Mejoremos pues, no solo lo nuestros sino también el patrimonio común, sumando esfuerzos e iniciativas. Los jóvenes son la esperanza y en ellos confío. Ahora que puedo sentirme orgulloso de mis nietos, les deseo vean crecer los árboles replantados con los que han pretendido restaurar el daño que a nuestros campos hicieron por necesidad o desconocimiento, tallándolos nuestros antepasados.

Los nidos que ustedes pueden ver, reciben en sus migraciones para que críen a cernícalos, vencejos, golondrinas y palomas torcaces.

En los almendros y olivos próximos, anidan rabilargos, urracas, pitos reales y mochuelos.

En los nidos de las chimeneas hay una lechuza y, desde hace siglos, una colonia de grajillas, que ya el titiritero debía utilizar para que le avisaran de visitantes inoportunos.

A las paredes del Horno de Yeso vienen cada año los avejarrucos, y tenemos una pareja de aguiluchos cenizos y en los roqueros y cuerdas próximas, guaridas de zorras. Unos por aire y otras por tierra dan buena cuenta de los conejos más débiles de entre los muchos que hay, siendo ese su papel en la selección de la especie, que ayuda a mejorar la sanidad de los que quedan.

Con la perspectiva vital de mis 88 años, sugiero a todos que hagamos realidad las palabras del titiritero a Don Quijote: “Operibus credite, et non verbis” (Dar crédito a las obras, y no a las palabras).

Saturnino Rodríguez Perea
Escrito en enero de 2005 a los 88 años


(1) Las gentes de Villanueva del Cardete, dirigidas los Molina, se unieron a las de Corral mandadas por el Capitán Gasco y junto con las del Emperador Carlos, vencieron en la batalla de El Romeral a las Comuneras de María de Padilla. 

No hay comentarios:

Publicar un comentario